Dios es el Maestro por excelencia, la vida uno de sus mejores ambientes para la instrucción, la providencia y lo impredecible al hombre el mejor de sus métodos pedagógicos. Esta es la lección que he aprendido en estos últimos días en esta esférica aula que llamamos planeta tierra.
Ante las conmovedoras noticias y escenas precedentes de la difícil realidad que estaban viviendo los Haitianos, las más profundas fibras de nuestras compasión humana se movía y aun se mueve ante la conciencia del dolor y la desgracia que acedia a alguien de la misma especie.
La compasión despierta el heroísmo, el heroísmo verdadero de los hombres y las mujeres que entran en acción con lo que pueden hacer y no el que aparenta hacer lo que no puede. El heroísmo que no se conforma con lamentarse de lo que ellos harían si estuvieran más cerca, si tuvieran más dinero, si no fuera por los riesgos de contraer una enfermedad, si no fuera porque el sol calienta y la lluvia moja. No hay heroísmo verdadero si no nace de la compasión que se arriesga a perder y dar algo sin ganar nada.
Un compasivo articula con sus labios el grito de su corazón:
--Vamos para Haití-- dice calmado, pero tras esa calma hay un fuego que derrite todo obstáculo.
--Yo tengo donaciones-- dice alguien más con voz femenina.
--pero el viaje es largo y necesitamos choferes y transporte-- menciona otra voz. la duda parece ganar ventaja sobre lo discutido.
-- yo cubro esos costos-- dice otro héroe compasivo.
--corramos las voz y que Dios nos ayude-- Eso fue todo.
No es tan corto el día ni tan larga la noche para el que busca mostrar amor, amor por el que sufre, por el hambriento, por el sediento, por el huérfano, por aquellos que más allá del color, el idioma y la cultura son en lo más profundo de su ser portadores de la imagen divina.
Más larga y dura que la distancia en las carreteras es la distancia que existe entre la inmensidad de la necesidad y la pequeñez de lo que hacemos. Mientras que la necesidad se mide por miles, el aporte se mide en unidades. El día se alarga cuando se hace el bien y lo correcto, aunque luego el recuerdo nos haga ver que todo pasó tan rápido.
Nuestros corazones latían por una misma causa, podría registrarse en algunos el matiz de aventura, de la curiosidad, de verificar los hechos sin que me los cuenten, pero más allá de todo esto estaba la motivación del héroe compasivo: Servir donde la necesidad es apremiante, mostrar amor no importa el costo e incluso, no esperando recompensa o agradecimiento.
En nuestro caso éramos once, es como si Dios no dejara espacio para un Judas traidor que entrega nuestra causa, pero más allá iban miles, miles de hombres y mujeres conmovidos que habían dejado sus hogares, sus tierras, sus familias, todas sus comodidades, sacando a la superficie lo que tantas veces nos hace olvidar la rutina diaria de nuestros quehaceres, el más básico de todo pensamiento filosófico: que somos seres humanos rodeados de nuestros semejantes.
No es poco sencillo distribuir alimentos donde el orden es pisoteado por lo imperioso del hambre y la sed. El orden no quita ni una cosa ni la otra, violar cualquier regla podría garantizarte una comida inmediata o extra, aunque de todos modos, otros que también están hambrientos, se queden sin nada. Hasta cierto punto es comprensible que esto sea así, en un lugar donde la mayor convicción de las masas empobrecidas es que no hay qué comer y que cuando pueda aparecer algo se acabará velozmente.
El retorno al hogar crea en el corazón del verdadero héroe, el héroe compasivo, una mezcla de sentimientos imposible de separar el uno del otro. Hay gozo, el gozo propio del servicio, el gozo de la mano divina comunicando que has estado donde Cristo estaría, que has hecho lo correcto en el lugar correcto, que nada se ha perdido, que todo ha sido registrado en la eternidad a la que inevitablemente nos dirigimos. Pero este gozo se mezcla, en ocasiones se confunde con un pensamiento que nos dice: hay tantas cosas que pueden hacerse y que no se han hecho, ya sea porque no es posible en el momento, ya sea por la lentitud del proceso que se lleva levantar lo requerido, lo cierto es que mientras sea posible o se complete el proceso el sufrimiento sigue, aliviado en parte, pero doloroso y presente aun.
Esta mezcla de emociones y pensamientos nos mantiene en la misma habitación donde moran la compasión y el sufrimiento, haciendo salir a flote la más alta expresión de heroísmo, la poderosa lágrima que al caer eleva la más auténtica muestra de poder y fortaleza. Es la lágrima de la fe que vence a la impotencia, es la lágrima que corre con mayor velocidad hacia Dios que a la locura del vacío y la nada eterna. Es la lágrima del ruego. Es el ruego que dice: Haznos, Señor, mejores hombres, porque lo que hemos visto en Haití no vino con el temblor, hace años que ya la tragedia estaba entronada allí y al ver que era tan grande su imperio la evadíamos. Es la oración que dice: transforma, Señor, la mentalidad de este pueblo, que sus relaciones contigo, con ellos mismos, con su entorno y con todos los demás hombres de la tierra sean bendecidas en abundancia con tu gracia transformadora y poderosa. Es la oración que dice: da, Señor, al pueblo Haitiano un liderazgo lleno de sabiduría y que los ame.
Bendecimos al Pueblo Haitiano en el Nombre de Jesús.
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